martes, 3 de julio de 2012

Un adiós para Alicia Steinberg


Un adiós a Alicia Steimberg
Por Josefina Delgado  | Para LA NACION




Conocì a Alicia Steimberg en un lugar que hoy resulta mítico: el Centro Editor de América Latina. La oficina: calle Piedras y Avenida de Mayo. Eran los finales de los años 60, y yo era una tímida dactilógrafa, estudiante de Letras, convocada por Capítulo, la Historia de la Literatura Argentina, colección de fascículo más un libro que dirigía el escritor Roger Pla y gerenciaba Luis Gregorich. Eran años difíciles (luego se pondrían aun más difíciles), pero todos sentíamos que estábamos llevando adelante, no importaba el lugar que ocupáramos, una empresa cultural que tenía como lema "más libros para más". Alicia era también una tímida escritora, que traía el original de su primera novela, Músicos y relojeros .
Alicia llegaba con sus anteojitos, su aire de profesora y su humor, un humor como pocas veces podría asociarse con la figura de un escritor. No sabíamos mucho de su vida privada y leímos -creo que casi todos- ese original tipeado en una máquina de escribir de las de aquellos tiempos. ¿Todos? Sí, seguramente Luis Gregorich, el director de esa nueva colección, Narradores de hoy, y probablemente Esteban Fassio, el patafísico autor de la Máquina para leer Rayuela a la que se referiría poco después Julio Cortázar en La vuelta al día en 80 mundos, Beatriz Sarlo, Hugo Rapoport, Oscar Terán, José Vazeilles, Jorge Lafforgue, Marta Carreras y tantos que sin dudas olvido en este momento, pero que merecen el recuerdo en la historia de la cultura argentina que algún día se escribirá.
Ese mundo iba a terminarse en pocos años más, cuando las amenazas de bombas y las apretadas desde distintos sectores amenazaran la estabilidad de una editorial que fue gloriosa. Pero como los verdaderos vínculos se mantienen a lo largo del tiempo, no solamente nos reencontramos con Alicia, sino que fui leyéndola porque me resultaba realmente una gran escritora. Sobre todo, resultaba atractiva su manera de incorporar una cotidianidad y una historia personal sin por eso caer en ninguna forma de costumbrismo obvio: La loca 101 (1973); Su espíritu inocente (1981) y, ya en 1986, El árbol del placer, una historia cuyo delirio me hizo reír a las carcajadas en algunos de sus tramos: el monólogo de uno de los personajes en el que describe los tipos homeopáticos con un sentido del absurdo poco común en la literatura argentina de entonces. La selva y La música de Julia , su última novela, culminan, junto con Cuando digo Magdalena (Premio Planeta 1992), una trayectoria de alta calidad literaria.
Mientras tanto, habíamos empezado a reunirnos las tardes del domingo en la casa de Natu Poblet, unos pisos más arriba de su librería Clásica y Moderna. Eran reuniones abiertas, al caer la tarde, y los más asiduos eran Ernesto Schoó, Oscar Hermes Villordo, Natalia Kohen, Juan José Hernández, Cristina Mucci, Héctor Lastra, Elsa Osorio, Vilma Colina, Juan José Sebreli, Enrique Pezzoni, Pepe Bianco, Jorge Masciangioli.
De allí saldrían innumerables anécdotas y la producción literaria que cada uno de nosotros iba arrimando a la historia. Alicia era un personaje que a todos nos alegraba la vida.