viernes, 28 de febrero de 2014

Los fantasmas en el tablado: las palabras en el teatro


Los fantasmas en su tablado

Estoy en diciembre de 2005. Alejandro Tantanian me pide que lea Cuchillos en gallinas, de David Harrower. Empieza el verano, y vengo de un año de lecturas intensas. Leer teatro significa dar vida a los fantasmas creados por otro, mucho más que en otra clase de ficción; en las novelas puede confiarse en la fantasía del autor, que sitúa a estos fantasmas en un espacio virtual, mientras que en el texto teatral casi inconscientemente nos forzamos a ponerlos, en carne y hueso, sobre un tablado que representa la convención de lo teatral. Somos dioses creadores del futuro prometido por el texto.

Los fantasmas me hablan al oído. Empiezan a resonarme algunas frases sueltas, armando su propio texto: “No hay que ser una cosa para ser como una cosa.”, “Sos como cualquier cosa que yo quiera”, ”... todo lo que es mi cuerpo se había ido de adentro para afuera.”, “¿Vi un charco (...) ¿Tenés un nombre para eso?”, “Las cosas cambian cada vez que las miro” y entonces en el texto se insiste con los nombres “¿hay un nombre para eso?”, “Entonces déme algo suyo. Algo que todos en la aldea conozcan. /¿Qué quiere, molinero? / Su nombre.” , “Todo lo que debo hacer es empujar los nombres hasta el fondo de lo que hay...”, "Cada nombre que conozco me llevará más cerca de Dios”, “El sonido de una mujer cuando nadie la oye. Sólo cuando lo merezca podré conocer los nombres.” También importa la mirada: “Miré mis manos”, “Yo miro al cielo. Pero me duelen el cuello y los ojos”, “No hay que mirar mucho para arriba. Las caras quedarían sobre las cabezas, chatas.”, “Dios sabe todo. El ve cada cosa. Él tiene nombre para todas las cosas.” O la pluma: “Mire. Cómo brilla el fuego en ella.” , “Puedo escribir lo que está aquí, en mi cabeza”, ”Yo vivo bajo un cielo distinto”, “Tantos nombres. Me los voy a aprender todos.”

Esta nueva red de significados se relaciona con otros textos, con otros fantasmas.

domingo, 23 de febrero de 2014

A diez años de la muerte de Graciela Cabal

La chica del pañuelito y los ojos azules

La conocí a Graciela en los primeros años de la década del sesenta, cruzándomela en la calle Viamonte. Nadie se saludaba si no se conocía, y ella era un poquito mayor que yo. Con esto quiero decir dos años, que para la regularidad de nuestras carreras era verdaderamente un abismo. Eran los años de las películas de Antonioni, y todas caminábamos un poco como Mónica Vitti o como Jeanne Moreau. Es decir, nos deslizábamos. A unas pocas cuadras estaba el café Los cuatro vientos, ya en la costanera, y muchas de las horas entre clases yo las pasaba allí.
Ella caminaba sin mirar a nadie, vestida de tweed gris, un tapado con cinturón atado flojo, y a veces con un impermeable gris plomo. Pero lo que nunca faltaba, y fue lo que me hizo reparar en ella, era el pañuelito en la cabeza, un pañuelo chico, atado con un nudo fuerte debajo de la barbilla. Eso, y sus ojos azules, transparentes, un poco fríos, mirando para adentro.