domingo, 23 de octubre de 2016

Una novela grande: pasión, historia, naturaleza, arte



"Una novela grande". Así anunciaba –y deseaba- José Donoso que fuera la novela que estaba escribiendo y que sería “La desesperanza”.
¿Por qué asocio este recuerdo con la novela de Carlos Franz, “Si te vieras con mis ojos”?


     Lo conocí en Buenos Aires hace muchos años, y supe que participaba del taller de Donoso.
Era un joven novelista que se iniciaba, y que poco después publicaría  su primera novela “Santiago cero”. Como suele ocurrir con nuestros escritores vecinos, difícil conseguir sus libros y verlos en nuestras librerías.
     Fuimos reencontrándonos en distintas circunstancias: Chile, Argentina, España.
     En nuestra última Feria del Libro de Buenos Aires, supe que vendría, pregunté en el stand chileno y no supieron darme ninguna información.
     En el mes de agosto me entero de que viene a Buenos Aires a presentar "Si te vieras con mis ojos", que ha recibido el premio Bienal Vargas Llosa.
     Le escribo enseguida que quiero verlo, y me cuenta que ya está dejando Buenos Aires, pero que hay un ejemplar para mí en la editorial.
     Ansiosa, llamo y lo pido, lo recibo dedicado, y empiezo una lectura que no me va a permitir en los próximos días nada que no sea esperar con ansia el momento de volver a abrir este libro. Un libro de poco menos de cuatrocientas páginas que ya desde el título nos llena el corazón de latidos, y todavía no sabemos por qué: “Si te vieras con mis ojos”.

Paréntesis: ya desde mi lectura casi arqueológica de “La casa verde”, de Mario Vargas Llosa, el recurso del tú interpelando al lector se convirtió para mí en uno de los recursos literarios que más me conmueve. .
Mucho más cuando este tú se fue transformando  en un recurso de gran refinamiento, un arma del relato dentro del relato, como ocurre en esta novela de gran densidad estructural.
Y entonces, no sabiendo todavía quien habla desde el título, y sobre todo, a quien le habla, traspongo el epígrafe de Frida Kahlo, más largo que el título –“Si yo pudiera darte una cosa en la vida, me gustaría darte la capacidad de verte a ti mismo a través de mis ojos”-  y entro en la primera parte de las cuatro en las que se divide el libro. Miro el índice, y pongo en relación dos fechas: la inicial, 1834, y la final, 1903. No me hago ninguna pregunta.

Un barco que llega al puerto de Valparaíso, una  lancha que lleva alguna carga y a uno de sus tripulantes y no encuentra lugar en el muelle, un hombre que pinta lo que ve antes de llegar a tierra, y una mujer que intuimos ya que se va a transformar en el eje de esta novela que es, sin duda, una novela de amor.
Y quién se resiste a una novela de amor? Quien se resiste a asistir a la construcción del personaje de una mujer atractiva y audaz, de ojos verdes y lectora en distintos idiomas, que no alcanzaríamos a imaginar en la Sudamérica del siglo XIX?
Pero no es solamente el amor –un amor que para el pintor es un conflicto porque cada vez que lo siente sabe que la muerte lo acecha para impedir que se prolongue en el tiempo, y no es la muerte que se lleva a los humanos, sino la peor de las muertes, la que se lleva a la pasión- lo que enreda a estos dos personajes: el Moro y Carmen. Estos son los dos nombres que se nos presentan a las pocas páginas.

Otro paréntesis. El Moro es el pintor Johan Moritz Rugendas. Quien es para nosotros Rugendas? Hemos visto sus cuadros en nuestro Museo de Bellas Artes, recordamos particularmente el “Rapto de la cautiva” y el “Desembarco en Buenos Aires”, y más vagamente pampa, carretas, ponchos, algún rancho. Una imaginería que aun sin haber leído a Echeverría  o muchísimo más cerca, a César Aira con su “Ema la cautiva”, aun sin haber entrado en los nunca zanjados debates ideológicos acerca de la Argentina despoblada, los indios perseguidos o la civilización y la barbarie sarmientinas, ya nos construyen un imaginario que difícilmente podrá ser suplantado.
Entonces recuperamos su nombre y su país de origen:  Johann Moritz Rugendas, pintor alemán. “El rapto de la cautiva”, 1845. Es decir, con Juan Manuel de Rosas en su quinta de Palermo. Y el bloqueo anglo francés.
Y es luego de esa visita a Buenos Aires que Rugendas se va de Sudamérica, con otros rumbos.
Franz trabaja sobre información, es una novela que lo ha llevado a investigar archivos, biografías, testimonios, y el tesoro más inapreciable: las cartas de Carmen Arriagada, que se conservan el Museo O¨Higginiano y de Bellas Artes de Talca, y fueron editadas.
La fantasía del novelista se asienta sobre frases y miradas que hacen de Rugendas un pintor que en la línea de la ilustración que servía como lo harían las fotografías de hoy, a las descripciones que los naturalistas de la época hicieron de los nuevos paisajes americanos. En el caso de Rugendas aquel que le encargaba las rutas a seguir y los paisajes a describir fue nada menos que el Barón von Humboldt, cuyo método de identificación de los fenómenos naturales termina cuestionando la ciencia estricta y positiva que se estaba desarrollando para construir su investigación sobre una mirada filosófico humanista.
Pero Rugendas se rebela y pasa a convertirse, del pintor viajero en el pintor de la sensibilidad.
Antes de conocer a Carmen se ha enamorado de otras mujeres: las ha dibujado, las ha pintado lleva una colección de estas pinturas. También las ha amado. Y esos amores se han deshecho por el efecto de lo que él llama “la desengañadora” es decir la muerte que se lleva la pasión y obliga al amante Rugendas a huir.
Franz intercala fragmentos de un monólogo seguramente tomado de las cartas, donde Carmen lo interroga –las cartas de él no se han encontrado- y le recuerda momentos de sus amores. Y ella escribe por último cincuenta años después, cuando ya ha muerto Rugendas y este monólogo va hacia el vacío.
La ficción coinvierte el vinculo entre el Moro y Carmen en un detonador para otros amores que competirán entre sí de distinta manera: el marido de Carmen, militar que luchó en la batalla de Ayacucho, mucho mayor que ella, que la quiere de verdad pero no puede darle el amor físico que ella desea. Charles Darwin, joven, al que Carmen usa para dar celos al Moro.
Y la pregunta del lector, al avanzar por una novela que no puede ser leída de un tirón porque los juegos con el tiempo hacen que deba ser incorporada lentamente, es cómo va a intervenir la desengañadora esta vez.
Pero ya nos habíamos encontrado Rugendas visitándolo a Darwin en su casa inglesa, veinte años después. Y ya habíamos subrayado la impresión que el narrador adjudica al pintor mientras entra dibujando al puerto de Valparaíso, y ve por primera vez los andes;
“Avanzabas dentro de ese paisaje al tiempo que lo bosquejabas. Siempre te gustó viajar por el interior de una perspectiva, sentir en carne propia cómo las cosas pequeñas del fondo, al acercarse, aumentan su tamaño. Tan similares a la muerte que se agranda cuando la tenemos próxima. Tan idénticas al amor que desde la nada puede crecer hasta convertirse en pasión, hasta bloquearnos la vista de todo lo demás (antes de desvanecerse en un punto de fuga). Aquí esas y otras perspectivas tuyas iban a cambiar y trastocarse, como lo hacía ahora el Paisaje; pero esto aun no lo sabías”. “Si te vieras con mis ojos”, pag. 24).
Pienso que no importa verificar los episodios de la novela con la realidad conocida acerca de este vínculo pasional, o de la vida de Rugendas en Chile. Franz sin duda recrea una realidad posible en su imaginación, y esto es lo que convierte su libro en una gran novela. Porque asume también una realidad histórica a la que muestra también críticamente, y que sin duda supera este siglo XIX para convertirse en un planteo universal.
Quiero hacerle preguntas al autor, pero más bien acerca de sus motivaciones, acerca de cómo fue enhebrando estas historias y construyendo estos personajes. Por qué hizo algunos cambios, por qué tramó amistades que no existieron y transformó en otros algunos personajes reales.
Prefiero esperar. En unos días voy a la Feria del Libro de Santiago. Seguramente allí nos veremos.












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