jueves, 18 de febrero de 2016

Hombre que vende castañas

    

                     


Yo crecí en una casa baja del barrio de San Cristóbal, y tenía dos abuelas. En realidad solamente una, Ángeles –yo también me llamo así de segundo nombre-; la otra era su hermana, y se llamaba Encarnación. Las dos eran andaluzas, de Granada, y apenas si bordearían los sesenta años. Pero vestidas de negro, con faldas por los tobillos, sombrero negro con tul -Ángeles - para los paseos, madrugones y misa con rosario las dos, eran para mí seres lejanos.
A ellas les debo las historias de mi infancia: los ladrones que se escondían en la fuente, las princesas que cuidaban a su padre encerradas en el palacio árabe, las canciones que más tarde encontraría en las recopilaciones de Federico García Lorca –“ese galapaguito no tiene mare…”, “por qué te bañas en el Genil, en el Genil/ porque es un río de amores lleno/ y todo lo bueno se baña allí”…
Pero también la crónica de costumbres que me llevarían a Salobreña,