martes, 17 de abril de 2018

Un Bartleby del sur

*Un Bartleby del sur: José Bianco

“…se acostó entre un fragante desorden de junquillos, varas de nardo, fresias y espadañas.”
          José Bianco, Sombras suele vestir.


Era una noche de verano, y Natalia Kohen, la pintora y mecenas de tantos artistas, nos había invitado a su casa. Natalia vivía en la avenida Libertador, en un piso donde albergaba su colección de pintura argentina. Era mi primera visita, y aunque los invitados éramos los de siempre en los domingos de Natu Poblet, esta vez mi expectativa era distinta.
Yo vivía por entonces en el barrio de San Cristóbal, y un extraordinario colectivo, el 101, me dejaba prácticamente en la puerta de su casa. A esa hora –nochecita- pude sentarme,  y más o menos a la altura de la calle Juncal, subió un señor delgado, elegante, de unos setenta años, que con gesto adusto y voz severa le indicó a una chica que estaba sentada en los asientos delanteros, que debía dejarle el lugar. Ella obedeció al instante.
Era Pepe Bianco. Yo no tenía mucha confianza con él, si bien nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Lo había visto pasar desde lejos, con admiración, cuando en el Centro Editor de América Latina yo era una dactilógrafa ilustrada y él, director de colección. Y sabía, claro, que había sido el secretario de la revista Sur, y el traductor de El cazador oculto, la novela de D.H. Salinger, título que luego los editores españoles traducirían  literalmente, El guardián en el centeno.


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Leo en la contratapa de una reedición de 2004 de La pérdida del reino:  “…fue definido por la crítica como uno de los intelectuales más refinados de la literatura hispanoamericana del siglo XX” y añade “…explicita en esta novela parte de su genealogía literaria, que va de Henry James a Marcel Proust.” Sigo con los protocolos de lectura. Epígrafe : “Y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido, / la pérdida del reino que estaba para mí…” Autor: Rubén Darío.
Todo esto define de algún modo a Pepe Bianco, a quien traté a lo largo de diez años, que me parecen más. No sé cuando lo vi por primera vez, pero seguramente fue en el CEAL, y más tarde en Clásica y Moderna, en aquellas reuniones que se fueron armando a fines de los 70, con las clases de Enrique Pezzoni, a las que asistí; o en aquellas ferias del libro en el viejo predio municipal –no creo que él fuera a la feria, pero quizás luego de alguna actividad llevaríamos en nuestro Citroën rojo lacre a Juanjo Hernández o al mismo Enrique hacia algún sitio donde tomar algo y allí estaría él- , que para mí eran momentos muy preciados porque mis hijos eran chicos y dejarlos no era fácil, y ese poder formar parte de un clima en el que se intercambiaban ideas era muy gratificante.
Estábamos en plena dictadura, y algunas veces lo vimos a Massera visitar la feria y saludar a algún escritor, que, rígido, extendía la mano desde detrás de una pila de libros propios dispuestos para la firma. Tengo grabada en la memoria a María Esther de Miguel, haciéndose más chiquita todavía, con su mano extendida hacia la del almirante.

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Bianco y yo fuimos jurados de un concurso de novela en el Fondo Nacional de las Artes, junto con Jorge Masciangioli, ya en democracia. Cada uno había leído sus novelas y conversábamos por teléfono para intercambiar criterios. Mi casa estaba en un piso diecisiete, desde el que se veía una de las tan criticadas autopistas, y más allá, pero no tanto, las luces del Congreso cuando anochecía.
Algunas mañanas, cuando el sol inundaba el living y en cierto modo cuarto de trabajo, sonaba el teléfono y una voz reconocible preguntaba, sin más preámbulos, “A mí esa novela que cuenta tantos chismes literarios no me gusta nada, che”. Y a pesar de que todo había llegado con seudónimo, conjeturábamos quién podía llegar a ser su autor.

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Son más las anécdotas contadas por otros sobre Pepe, que las que puedo haber vivido yo misma. Pero sin duda este anecdotario fue forjando ante mí una personalidad muy atractiva, en la que la timidez, mezclada con cierta arrogancia, me sorprendían por primera vez. Porque bueno, haber sido secretario de la revista Sur durante veintitrés años –y  atravesar, desde 1938, épocas políticamente complicadas- no revela precisamente dificultades en los vínculos. Y resulta muy revelador saber la razón por la que fue separado de su puesto: no vaciló en viajar a Cuba poco después del triunfo de la revolución del 59, fue jurado del premio Casa de las Américas, y en una colección de literatura del Centro Editor de América Latina, la mítica editorial en la que yo empecé mi carrera, publicó obras de su amigo Virgilio Piñera y de Reinaldo Arenas, dos escritores s condenados al ostracismo por su homosexualidad.
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Si Enrique Vila-Matas lo hubiera conocido, seguramente le hubiera dedicado un capítulo de su inteligente y encantador libro Bartleby y Cía. Allí figuran escritores que nunca escribieron una línea y sin embargo pasaron su vida proyectando hacerlo; pero también otros que, como Rimbaud, como Kafka, como Salinger, como Rulfo, como el argentino Enrique Banchs, escribieron y dejaron de hacerlo muchas veces por razones oscuras: a todos ellos Vila-Matas los llama bartlebys, los escritores del no.
De ellos dice el narrador: “…son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo.” Y añade: “Sólo de la pulsión negativa, solo del laberinto del No puede surgir la escritura por venir.”
Vila-Matas termina su libro con una frase dedicada a Leon Tolstoi y a su huida y muerte en una estación de ferrocarril, como consecuencia de una afección pulmonar, igual que Pepe Bianco.
Escribe: “Había renunciado para siempre a la escritura y, con el extraño gesto de su huida, anunciaba la conciencia moderna de que toda literatura es la negación de sí misma.”

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En el caso de Bianco, todas sus obras fueron comenzadas y abandonadas: quizás esa timidez que trasuntaba en el trato tenía que ver más bien con la poca fe en sus condiciones de escritor, o como dice Vila-Matas, con su conciencia literaria muy exigente.
 A mí me parece que en el comienzo de La pérdida del reino hay claves de su descreimiento:
“Hay hombres favorecidos por los sueños. Les predicen el futuro, como a los héroes de la antigüedad, o les permiten rescatar circunstancias valiosas del pasado. Hacen bien en meditar sobre ellos, en interpretarlos. Hasta no me sorprende que los recojan por escrito, en cuanto se despiertan, para que su tenue y móvil realidad no se disipe o desfigure al contacto de la vida diurna. He llegado a envidiar a esa clase de hombres.” [1]
Ese yo literario es, sin duda, parte del mismo Bianco, que además había titulado su primer texto, la nouvelle Sombras suele vestir, de acuerdo con los versos de Góngora “El sueño, autor de representaciones,/en su teatro sobre el viento armado/ sombras suele vestir de bulto bello.”

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De mis anécdotas, quizás la más entrañable es aquella en la que, durante la reunión final del jurado del premio Fondo Nacional de las Artes, alguien me llamó por teléfono, sabiendo que yo estaba allí. Vinieron a avisarme, era el chileno Arturo Infante, por entonces en Buenos Aires, gerente de editorial Seix-Barral. Pedí disculpas, salí para atender el llamado, y cuando volví, Pepe, con esa entonación que algunos de sus amigos saben todavía imitar, me dijo, con cara de picardía, “Ay, che, vos siempre con tus flirts!” y esta palabra, dicha en francés , la arrastró con gracia. Yo, que era joven y tenía flirts, me sentí avergonzada. Hoy recuerdo este momento con mucha emoción.

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Borges había publicado una reseña de su novela Las ratas en Sur, en 1944. La relación de Borges con Sur y con Victoria Ocampo fue siempre motivo de comentarios, ya que el mismo Borges muchas veces deslizó algunas reflexiones irónicas respecto de la escritora y fundadora de la revista. Pero yo, que en 1982 no conocía todavía con detalle aquel mundo, me sorprendí cuando, en casa de Borges, al que visitaba en compañía del chileno Jorge Edwards, el argentino apuntó que Edwards y Bianco debían conocerse.
Esto fue nuevo para mí, porque si bien Pepe había sido secretario de la revista Sur, en aquellos tiempos yo no tenía mucha idea de que Borges y él pudieran haber sido amigos.

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En su relato “El gaucho insufrible”, el escritor chileno Roberto Bolaño parodia, en la figura de un argentino que se retira a vivir al campo, el cuento de Borges “El sur”. Su personaje, llamado Pereda, bautiza a su caballo Pepe Bianco. Sin duda Bolaño está aquí dando cuenta, de acuerdo con su costumbre de parodiar los sutiles mundos de la vida literaria, de aquella relación entre Bianco y Borges.

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Borges fue muy generoso con sus contemporáneos. Aunque no lo fuera con las mujeres de su tiempo. Lo fue, por ejemplo, con Carlos Mastronardi, sobre quien no solamente escribió, sino que alguien cuenta que asistió a un homenaje en Gualeguay.[2]
Y entonces voy a plagiarlo –sé que va a perdonarme-, en su hermosa “Evocación de Carlos Mastronardi”, publicada en el diario El País de Madrid, en 1986[3]. Reemplacemos el nombre de Mastronardi, el poeta entrerriano –como lo fueron Fray Mocho, Juan José Manauta, Isidoro Blaisten, María Esther de Miguel, - por el de José Bianco. Entonces, me apropio de sus palabras:

“(José Bianco) fue uno de los pocos que lograron en estos melancólicos tiempos, que el nombre de argentino sea todavía honroso; el empeño que otros ponen en ser famosos, el empeño que otros ponen en esas mismas miserias que se llaman la promoción o la publicidad, (Bianco) lo puso en pasar casi inadvertido, en esa vida umbrátil que recomendaron los estoicos.”

Es decir, fue un Bartleby. Porque Borges fue amigo de Bianco y ahora me consta, es que me permito esto.








[1] La pérdida del reino, Buenos Aires, edición, página…
[2] Más adelante me referiré a esta anécdota.
[3] Jorge Luis Borges, “Evocación de Carlos Mastronardi”, Madrid, El País, 21 de febrero de 1986.

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